Uno de los grandes mitos en las empresas familiares es asumir que ser hijo o hija del fundador basta para ser el próximo líder. La sangre no garantiza la capacidad, ni la pasión asegura la competencia. El liderazgo necesita formación, experiencia y, sobre todo, legitimidad. En una empresa familiar, esa legitimidad no se hereda: se construye.
Preparar a un sucesor es un proceso largo, que requiere visión y compromiso. No basta con enseñar el negocio desde dentro, hay que formar a la siguiente generación en toma de decisiones, gestión emocional, negociación y gobierno corporativo. También es fundamental exponerlos a experiencias fuera de la empresa familiar, para que desarrollen perspectiva, independencia y capacidad crítica.
Cuando el liderazgo se improvisa, se corre el riesgo de que el nuevo responsable carezca de autoridad ante el equipo, de criterio ante los retos o de claridad ante el legado. El resultado puede ser el estancamiento, el conflicto o, en el peor de los casos, la ruina.
Por el contrario, cuando el liderazgo se forma con tiempo y propósito, la transición se convierte en una oportunidad para renovar energías, profesionalizar estructuras y proyectar la empresa hacia nuevas metas. La sucesión no debe ser un relevo de poder, sino una evolución consciente de liderazgo. La continuidad de una empresa familiar no depende solo de tener un heredero, sino de tener un líder que entienda lo que recibió y sepa a dónde debe llevarlo.